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viernes, 19 de marzo de 2010

Villa se hace más grande en Europa

Villa, Villa y Villa. El Guaje era grande desde que reinó en la Eurocopa, pero ayer alcanzó el límite de lo increíble. Pasarán muchos años hasta que el asturiano y cuantos participaron en el partido de anoche borren de su memoria lo conseguido en Bremen. Que el Valencia se haya clasificado para los cuartos de final de la Europa League tiene su mérito y su importancia, pero lo que verdaderamente realza esta gesta fue la hora y media de un acto propio de héroes. Quien ni lo vio en directo ni por televisión ya puede lamentar no haber sido testigo de uno de esos partidos que hacen historia, y eso es precisamente lo que encumbra aún más la hazaña de Villa, con diferencia el héroe de la noche.
Tratar de resumir lo que sucedió en el terreno de juego es ciertamente un acto insolente, porque sería un atrevimiento innecesario recortar ni un solo matiz de cuanto Valencia y Werder Bremen protagonizaron. Verdaderamente es una lástima que este partido, tan loco como sublime, sea de la Europa League y no de la Champions. En un fútbol actual cosido a la racanería, unos y otros regalaron un recital de goles y sobre todo de pasión.
Hasta que el árbitro pitó, cinco minutos después de que se llegara al minuto noventa, el final del encuentro, nadie se atrevía a sonreír. El sonido del silbato cerró un episodio memorable. Villa, pegado a la banda, fue el primero en recibir las felicitaciones de la gente del banquillo. Se lo había ganado a pulso. Él metió al equipo en los cuartos, aunque esta rotunda afirmación suponga poner en un segundo plano el sacrificio más o menos acertado del resto del grupo. En eso hay mucho también que analizar, porque el partido defensivo que se marcó el Valencia fue de auténtico desastre. Menos mal que el ímpetu y físico alemán nunca se puede comparar con la mordedura del Guaje. De lo contrario, el Valencia habría muerto casi al instante.
Villa, a pesar de su clavícula, se echó la eliminatoria encima. Él la abrió, él la adornó y él la cerró, porque suya fue de hecho la última tentativa valencianista para alcanzar un marcador de escándalo. Hubiera sido la repera haber ganado después de lo que se vivió. Por eso cuando se encaminó hacia el fondo donde se encontraban los aficionados, el primero de todos los que hasta allí se acercaron, su paso fue seguido con devoción.
En cuanto tuvo fuerzas para superar la grada, se quitó la camiseta y la lanzó. Preciado trofeo. Sin duda, y al margen del balón, el mejor recuerdo de la noche, porque Bremen se rindió al poder de un hombre cuyo precio crece y que salió del Weserstadion convertido en ídolo, al igual que Messi hace cinco días en el Camp Nou.
Villa no sólo demostró ayer con goles que se gana la altísima ficha que le paga el Valencia, sino que puso también el corazón necesario para voltear esta clase de partidos en los que el beneficio colectivo supera con creces el egoismo propio. Por eso hay broches que en ocasiones pasan desapercibidos, como cuando el Guaje se pegó una carrera de 60 metros para ayudar al equipo en un contragolpe alemán, porque ciertamente el panorama era en ocasiones muy amenazador.
Y eso a pesar de que la cosa se puso de manera inmejorable para los valencianistas. Al cuarto de hora, la conexión de la peña de los bajitos ya había puesto el 0-2 en el marcador. Silva sirvió el primer zarpazo para Villa a los dos minutos y el segundo para que Mata destrozara el espíritu germano. Al menos eso es lo que se creía, porque el Werder Bremen nunca se rindió. Fue una víctima dignísima.
A ello ayudó y mucho el desaguisado que se formó el Valencia atrás, sin que ni Emery ni los parches que se fueron poniendo taponaran la hemorragia. Una y otra vez, el Werder Bremen taladraba la frágil contención impuesta en defensa, ante la complacencia del centro del campo. Sólo los arranques de los de arriba servían para aliviar una tensión que fue creciendo conforme se agitaba el marcador.
Ni Miguel, ni Marchena, ni Dealbert, ni Bruno tuvieron la lucidez necesaria para soportar el juego directo y también entre líneas que condujo a los alemanes a llegar incluso al empate en dos ocasiones. De infarto, vamos, con lo bien que se terminó el primer tiempo, con otro gol de Villa con la colaboración de Silva. Pero estaba claro que el encuentro no iba a quedar ahí. Qué va. Fue un constante sufrimiento para los valencianistas y un ejercicio de superación tremendo para los alemanes.
Por eso hizo falta la aparición de otro de los que tampoco podrán olvidar lo que pasó. César salió de Bremen con cuatro goles y eso a cualquier portero le duele en el alma, pero de no ser por él tampoco el Valencia estaría hoy en el sorteo de los mejores de esta segunda categoría europea. Fue un invitado sorpresa para el Werder Bremen, que vio la luz cuando el segundo tiempo arrancó con un cambio de sistema de Emery, quien pasó de una defensa de cuatro a otra de cinco con Maduro, Dealbert y Marchena en el eje central, Miguel por la derecha y Alba como improvisado carrilero. Fue una puesta en escena que atrancó aún más al Valencia en torno a su área y facilitó el toque a la desesperada germano.
Llegó entonces otro gol, gracias a ese penalti de Alba tan claro como absurdo y prescindible; y para rematar la faena, cinco minutos después la primera de las igualadas. Ahí, con ese 3-3, se ahogó el poco oxígeno y claridad de ideas que tenía el Valencia. Marchena se fue dolido y de no haber sido por esa última aparición en escena del Guaje todo se habría resuelto por el peso de la lógica. El Werder apretaba, suyo era el campo, suyo el fútbol de ataque a la desesperada, y a los valencianistas sólo les quedaba tiempo para pegar algún que otro balonazo con el ánimo de que los bajitos inventaran algo.
Lo mejor de todo es que todavía faltaba media hora para el final. Un mundo por delante ciertamente después de lo que unos y otros habían sido capaces de hacer. Fueron los momentos de agonía máxima, de César volando de un sitio para otro, de un montón de futbolistas dentro del área visitante y de un público puesto en pie que se volvió loco, mimetizándose en el partido, cuando Pizarro hizo el octavo gol del duelo.
Increíble. El partido aún daba de sí después de lo que se había visto. Nadie se movía por temor a perderse un gramo de emoción. Valía la pena sufrir. Emery ofrecía su repertorio de gestos que ya nadie ni entendía ni atendía, de posturas dignas de foto del año. El banquillo en pie, mientras sobre el césped el agotamiento general era una prueba más que palpable de que algo grande estaba sucediendo. El Valencia se sostenía con lo mínimo, con una defensa casi inédita, un centro del campo igual de extraño y con Villa rezando para que nada estropease su noche.
Al final se consiguió. Valió la pena. El Valencia estará en cuartos gracias al mejor delantero de Europa, tan inspirado como enchufado, y con el temor a lo que se viene encima. Pese a lo logrado, la verdad es que no se ha conseguido nada tangible. A Emery le siguen pesando en exceso los acontecimientos, y eso a pesar de que el equipo sigue vivo en dos de las tres competiciones.
Una derrota ayer hubiera sido un peso difícil de soportar para un grupo atacado por las lesiones musculares y por las bajas continuas. Además, hay que tener en cuenta que todo el gas que en la primera fase de la temporada se tenía fuera de casa ahora parece haberse diluido. El último triunfo llegó en Jerez. Desde entonces, sólo empates y malas caras. El de ayer, en cambio, fue el más feliz de todos.

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